domingo, 20 de enero de 2013

Libros tatuaje

Mi amiga quería regalar un libro. No acaba de salir de las cavernas y tampoco alcanza la treintena, pero es uno de esos especímenes en proceso de extinción que todavía contempla a los libros como posibles regalos de cumpleaños. Pero no queda ahí la cosa, porque mi amiga es, además, una de esas extrañas personas que no solo piden consejos, sino que después los siguen.
"¿Qué libros te han marcado?" Me preguntó. Mis labios comenzaron a moverse, pero mis cuerdas vocales no emitían sonido alguno: parecía encerrada en una película muda. Era problema de mi memoria, que no hallaba en los recuerdos más cercanos un título digno de mención, y se vio obligada a remar hacia atrás con insistencia. Repasé las entradas del blog. Nada, ninguno de los títulos del índice alcanzaban la categoría de “libros – tatuaje”. Debía retroceder más.
Después de un buen rato dándole vueltas, llegué a la conclusión de que la mayoría de los libros que habían supuesto en mi vida un antes y un después, que me habían impactado en lo personal o en lo literario, los había descubierto en mi adolescencia.
Un sexo llamado débil”, de José Luis Martín Vigil, fue el primer título del que le hablé. Aún recuerdo el nombre de las protagonistas: Paula, Coro y Baby, tres adolescentes en pleno desarrollo personal cuyas cartas al escritor dieron forma a la novela, según creo recordar. Lo leí varias veces en su día y no temería volver a hacerlo, porque estoy convencida de que volvería a cautivarme y no se cumplirían los temores que confesó Papini cuando dijo: "No he querido volver a leer nunca más los cinco o seis libros que me gustaban con delirio en mi primera juventud: tengo miedo de perderlos para siempre"
Recordé también, aunque no se lo dije a mi amiga - reconozco que me daba cierto pudor hablarle de mis libros de adolescente -  Iba para figura”, otra vez del ex jesuita Martín Vigil, y “El último set”, de Jordi Sierra i Frabra.Dos libros de deportistas juveniles que leí más de una vez y cuyos personajes alcanzaron vida propia, como debe ocurrir con las buenas novelas.
Mi amiga me miraba expectante. Mis ojos se perdían en el vacío y mi memoria continuaba trabajando. Si hubiese sido un ordenador, se habría dibujado en mi frente el famoso reloj de arena de los PCs, pero me temo que en ese momento mi cara sólo mostraba duda y una incipiente desesperación.  
La ciudad y los perros”, dije intentando salir del atolladero. "Varguitas es un acierto seguro", pensé. Pero comprobé que nombrar a un premio nobel puede asustar un poco. No le expliqué que era fácil de leer, que la trama engancha desde las primera páginas, aunque sí le hablé del desenlace: “Es impactante, de esos que te ponen la piel de gallina”. Oculté que aquella historia tan bien atada, que juega al perspectivismo con una agilidad pasmosa,  me había enganchado principalmente por ser la primera escrita por un veinteañero peruano para el que convertirse en novelista aún no era más que un sueño. 

Un par de minutos después, cuando mi amiga seguramente empezaba a dudar de la lectora ávida por la que siempre me había tenido, el título salió solo de mis labios como un torrente incontrolado, rebelde incluso: “La lluvia amarilla”, dije de sopetón. Me miró con escepticismo. Me pregunto retóricamente qué tipo de lluvia le viene a la gente a la mente cuando nombro esa novela. No era la primera vez que veía una reacción similar y no necesité que me explicase la causa de su desconcierto: “La lluvia amarilla, no la lluvia dorada”, aclaré. Las mejillas de mi amiga se ruborizaron y yo miré a otro lado para ahorrarle un momento de vergüenza. “Es el libro más triste y melancólico que he leído jamás”, le aclaré. “Su prosa se lee como poesía”. Y pasé a recitarle un par de párrafos que hace años aprendí de memoria y que explican el título del libro.
Como decía al principio del post, mi amiga es de las que siguen los consejos, y regaló la novela de Julio Llamazares. Sinceramente espero que el receptor del regalo haya sabido encontrar en cada línea la misma belleza que yo hallé en "La lluvia amarilla".
Desde ese día sigo buscando otro libro-tatuaje, pero no doy con ninguno. ¿Será estúpido empeñarme en terminar novelas como “Caligrafía de los sueños”, que no ha logrado en más de doscientas páginas despertar mi interés? ¿Debería cerrar esos libros que desaparecen como los polvos de talco con un soplo de aire, y continuar indagando en las estanterías de las librerías hasta dar con otra novela que me cautive? Entonces me pregunto si no será mi sensibilidad, o mejor dicho, la falta de ella, la que me impide reconocer una novela de esas que se clavan como tinta en la piel. O quizás sea simplemente la edad, que no perdona, porque con quince o veinte años aún me reconocía en los protagonistas de los libros que caían entre mis manos, pero hoy, pasados los treinta, ya no me caso con nadie.

Sea como fuere, no me rindo, seguiré buscando bajo las tapas de los libros alguna historia que se tatúe indeleble en mi memoria y me acompañe durante años como lo hace aún “Un sexo llamado débil”.

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