Para mí el verano es la época en que me pongo al día con mis lecturas. Durante el invierno, el mayor culpable de mi dejadez lectora es el horario de trabajo. La jornada laboral es como un chicle en manos de un niño: se estira se estira y nunca sabes hasta dónde será capaz de alargarse. Lo único cierto es que lo hará más allá de lo que te ingresarán en nómina a fin de mes. Reivindicaciones aparte, que no están los tiempos para pedir (o eso nos obligan a creer), llego a casa tan cansada entre semana que no puedo hacer otra cosa que encender la tele, poner el programa o la película más liviano e intrascendente y dejarme vencer por el cansancio.
Pero hay una época del año en que las horas de luz se extienden más allá de las horas de oficina. Cuando llega ese momento, cargamos el coche con una maleta repleta de bikinis, crema protectora e ilusiones, y abandonamos la ciudad de hormigón y dióxido de carbono en la que durante once meses al año nos movemos como hormigas afanosas. En verano la transformación comienza porque somos más cigarras que hormigas, gastamos lo que hemos ahorrado durante los meses de frío y recordamos que trabajamos para vivir, aunque nuestro jefe se empeñe en que hacernos creer lo contrario.
La sombrilla algo inclinada, la silla de playa, la brisa del mar, la arena que se mete entre las páginas, la humedad que estropea la tersura de las hojas son los componentes perfectos para disfrutar de una novela. Para mí, la playa es una biblioteca inigualable. La calma, la paz necesaria para disfrutar de un buen libro no encuentran enemigo en junto al mar. Bueno, quizás estoy siendo demasiado benevolente y olvido ciertas playas donde grupos de jóvenes tatuados beben cerveza alrededor de un transistor. Pero será por mi memoria selectiva o por el delicado proceso de selección con el que elijo el lugar de veraneo, que estos especímenes domingueros no enturbian mis recuerdos estivales.
En vacaciones todos soñamos con que el próximo otoño será un punto de inflexión en nuestra rutina. Imaginamos un estilo de vida con menos tabaco y más deporte, y nos agarramos a la esperanza de pensar que el año que comienza emprenderemos nuevas empresas personales o profesionales con las que lograremos el grado de autorrealización que aún durante este año no hemos llegado a arañar. En verano nos desprendemos de los miedos y prejuicios y dejamos volar la imaginación, nos ponemos metas muchas veces inalcanzables y es que, al fin y al cabo, las vacaciones son un periodo para soñar, y qué mejor manera de despegarnos de la realidad que sumergiéndonos en las aventuras de un buen libro.